Esta vez Yoo la estaba pasando muy mal en la cárcel, ya que además del
divorcio él había sufrido porque tenía prohibidas las visitas de su
querido hijo. Estaba solo y amargado. Sumado a eso, tras los barrotes
Yoo había leído con gran atención un libro sobre la vida y los crímenes
de Jeong Du-Young, un asesino en serie que acabó con nueve personas
adineradas en la provincia de Gyeongnam durante junio de 1999 y abril
del 2000. Jeong, al igual que lo haría Yoo después, había comenzado su
epopeya de sangre tras ser liberado de la cárcel. La lectura de los
crímenes de Jeong fue un ingrediente clave en la formación del veneno
ideológico-emocional que convirtió a Yoo en un ser despiadado y brutal.
En efecto, tras dicha lectura en Yoo se había fortalecido y desarrollado
la idea y el sentimiento de que en la sociedad coreana los ricos eran
los grandes culpables de la miseria de los pobres y por tanto de la
miseria en que él había nacido y crecido. Eran explotadores, generadores
de desigualdad social, acaparadores de una riqueza injustamente
distribuida en virtud de su actitud de sanguijuelas. Por todo eso, para
Yoo los ricos valían lo que un perro y como perros merecían morir.
El odio ardía dentro de Yoo cuando en septiembre del 2003 las puertas de la cárcel se abrieron y él salió de nuevo al mundo aunque esta vez con la determinación de matar en la mirada. Pero, para llevar a cabo sus planes de venganza, hacía falta practicar. Él nunca había matado y carecía de la naturaleza psicópata en virtud de la cual Alexander Pichushkin arrojó súbitamente por la ventana a su primera víctima o Edmund Kemper inauguró su cadena de muertes disparándole inesperadamente a su abuela con un rifle. Tenía primero que acostumbrarse a la violencia, a la sangre y al súbito apagarse de la víctima tras el golpe letal. Para ese fin los perros resultaban perfectos. Así, Yoo empezó su entrenamiento apaleando perros callejeros, rompiéndoles las cabezas como luego, martillo en mano, haría con sus futuras víctimas humanas.
El odio ardía dentro de Yoo cuando en septiembre del 2003 las puertas de la cárcel se abrieron y él salió de nuevo al mundo aunque esta vez con la determinación de matar en la mirada. Pero, para llevar a cabo sus planes de venganza, hacía falta practicar. Él nunca había matado y carecía de la naturaleza psicópata en virtud de la cual Alexander Pichushkin arrojó súbitamente por la ventana a su primera víctima o Edmund Kemper inauguró su cadena de muertes disparándole inesperadamente a su abuela con un rifle. Tenía primero que acostumbrarse a la violencia, a la sangre y al súbito apagarse de la víctima tras el golpe letal. Para ese fin los perros resultaban perfectos. Así, Yoo empezó su entrenamiento apaleando perros callejeros, rompiéndoles las cabezas como luego, martillo en mano, haría con sus futuras víctimas humanas.
Era una mañana, Yoo eligió la mañana
porque en Corea del Sur la gente joven suele irse a trabajar de mañana,
quedando por lo general solo la gente mayor en casa, del 24 de
septiembre de 2003 cuandoYoo tomó el metro con destino a Apgujeong-dong,
el distrito más adinerado de Seúl.
Ya en las calles del barrio Sinsa
(dentro Apgujeong-dong), Yoo buscó una iglesia (50,6% de los surcoreanos
son cristianos) y exploró los alrededores de la misma en busca de una
casa de aspecto opulento.
No sería difícil encontrar una casa de
ricos poco segura, ya que en Corea del Sur es común que las grandes
casas de dos pisos cuenten con un recinto amurallado no muy alto (igual o
un poco más alto que un hombre promedio) tras del cual yace un gran
pa
tio lleno de bonsáis, césped y otros elementos de jardinería. De ese
modo, en poco tiempo Yoo encontró una casa aparentemente propicia.
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