La Leyenda
Nos debemos remontar al siglo XIII, habitaba por esos lares el 
castillo un noble llamado Sancho de Ridaura, guerrero y señor generoso, 
respetado por todos sus vasallos.

Cerca  de allí, en una aldea de sus dominios, vivía Elvira, moza de gran
  belleza, hija de unos pobres colonos, que estaba muy enamorada de  
Roberto, un joven labrador, trabajador y honrado que desde niño sentía  
un profundo amor por ella. Pero un día, el señor del castillo vio a la  
muchacha y quedó prendado de su belleza, hasta el punto de utilizar sus 
 derechos para obligarla a convertirse en su esposa y por lo tanto en  
señora del castillo.
Roberto quedó destrozado al tener que  renunciar a la mujer amada ya que
 como siervo no se la podía disputar a  su señor y la única salida que 
encontró para ocultar su dolor, fue  refugiarse en un convento y allí 
entregado a la oración fue cicatrizando  su herida.
Pasó el tiempo, pero como la vida da muchas vueltas,  sucedió que el 
capellán del castillo se murió y el señor pidió al  convento que le 
enviara al monje más virtuoso para reemplazar al  capellán fallecido. El
 abad eligió entonces a Roberto por ser el mas  humilde y devoto y allá 
le mandó sin sospechar lo que iba a suceder.  Cuando los enamorados se 
vieron, presintiendo el peligro que suponía que  volviera a renacer su 
amor, se evitaban en todo momento, pero de nuevo  el destino quiso jugar
 a su manera y ocurrió que Alfonso VIII hizo un  llamamiento a los 
nobles castellanos para luchar contra los almohades y a  esta llamada 
acudió el señor de Ridaura al frente de sus huestes  distinguiéndose por
 su heroísmo en todas las batallas y llenándose de  gloria en la de las 
Navas de Tolosa.
Regresó entonces a su  castillo siendo recibido por todos sus vasallos 
que acudieron en masa  para aclamarle y rendirle homenaje. En el umbral,
 rodeada de sus  servidores le esperaba su esposa pero cuando él fue a 
abrazarla, ella  turbada, se desmayó entre sus brazos. Confuso y 
pensativo por esta  actitud, mandó llamar a uno de sus más antiguos 
servidores y por él supo  que la intachable fidelidad de su esposa había
 sido durante su ausencia  empañada por el amor que tenía por el fraile.
Quedó pensativo el  señor del castillo no demostrando su dolor, 
aparentemente alegre,  recibía las visitas de otros nobles que acudían 
para darle la bienvenida  y decidió que para celebrar el triunfo, se 
prepararía una gran fiesta  invitando al banquete a todos los nobles del
 reino.
Llegado el  momento, se sentaron a la mesa todos los comensales 
presididos por el  señor que sienta a ambos lados a los amantes y a la 
hora del brindis  dice que ha llegado el momento de conceder premios a 
los que lo han  merecido durante su ausencia. Mirando fijamente a 
Roberto y aludiendo a  su tonsura, sentencia: "
Una corona bendita y consagrada lleva sobre la  cabeza como insignia de honradez, 
virtud y santidad, 
yo le pondré otra  que si no tan divina será al menos tan duradera".
 Y haciendo una seña,  se acercan dos vasallos vestidos con brillantes 
armaduras que portan en  una bandeja de plata una corona de hierro, cuya
 parte inferior estaba  erizada de afiladas puntas enrojecidas al fuego.
 El caballero,  poniéndose unos guantes de acero, toma la corona y la 
coloca con fuerza  sobre la cabeza del fraile mientras le decía: "La 
recompensa por tus  servicios"
Elvira huye espantada mientras se oyen los gritos de  dolor del fraile y
 el espanto de los invitados se refleja en sus caras.  Se dirige 
entonces el señor hacia su esposa pero viendo que había  desaparecido la
 sigue a sus aposentos y allí la encuentra con el corazón  traspasado 
por una daga.

De pronto el castillo se ve envuelto en  llamas lo que hace que todos 
los invitados huyan despavoridos y parece  ser que el señor de Ridaura 
también lo abandona con rumbo desconocido.  Hay quien dice, que desde 
entonces, cierta noche del año en el ruinoso  castillo, se ve pasear a 
dos extrañas figuras coronadas por una orla de  fuego.
El castillo en la actualidad
El pintor Zuloaga adquirió, en 1926, el Castillo de 
Pedraza donde, tras restaurar una de las torres, instaló su taller y pintó paisajes y retratos de los habitantes de la 
villa.
  En el museo se exponen obras de cerámica, pintura y dibujos de 
Zuloaga,  junto a cuadros de otros artistas, entre ellos, un Cristo de 
El Greco,  un retrato de la condesa de Baena, realizado por Goya, y un 
bodegón  flamenco del siglo XVII.