miércoles, 23 de marzo de 2016

Asesinos en Serie (Richard Speck [III])

El 14 de julio de 1966 se alcanzó la cifra récord de setenta y dos personas asesinadas en Chicago. Ocho de ellas murieron esa noche y este crimen traumó a toda la nación. Aquel verano la ciudad soportaba temperaturas superiores a los 32ºC. Muchos habitantes buscaron refugio en los bares donde solían tomar copas habitualmente. Dentro, el aire acondicionado permitía soportar el calor de las calles. Para Richard Speck, pese a sus veinticuatro años, hacía mucho que la barra de un bar era su puerto preferido. Hiciera sol, lloviese o nevase. Vivía en Texas, aunque desde su reciente divorcio había estado dando tumbos de aquí para allá y cambiando de trabajo. Su mujer había decidido separarse de él a principios de 1966. Finalmente, había llegado hasta Chicago.
Al principio se quedó en la casa de su hermana, Martha Thornton, y se puso a buscar trabajo. No tardó mucho tiempo en convertirse en cliente asiduo de los tugurios más sucios de Chicago. Al entrar era fácil toparse con su cara de carrillos hundidos y pómulos salientes, con otro rasgo que le diferenciaba: las numerosas marcas de viruela. Ante sus húmedos ojos azules se adivinaba con frecuencia la nube provocada por la adicción a las drogas. Prefería los barbitúricos, aunque estaba dispuesto a probar lo que cayese en sus manos; unas manos grandes y abombadas que solían estar aferradas a un vaso de alcohol.
Cada vez pasaba menos tiempo con su hermana y prefería las pensiones de mala muerte de la zona de Skid Row. No obstante, todas las semanas se pasaba por las oficinas de contratación del Sindicato de Marineros para ver si había algún navío en el que embarcarse. Quería ir a Nueva Orleans, pero al enterarse el martes 12 de una vacante en un carguero de mineral que partía hacia Indiana no lo dudó, pagó la cuenta de la habitación y abandonó el hotel. Al llegar al muelle le comunicaron que se trataba de un equívoco: le habían dado el puesto a otro tipo. Speck regresó a Chicago. Le habían rechazado; no tenía ni una moneda para comer; no sabía dónde iba a pasar la noche. Dejó las maletas en una gasolinera y buscó un rincón para dormir en una casa a medio construir que habla en las cercanías.
Al otro día le ofrecieron un puesto en un buque transoceánico que soltaba amarras el lunes siguiente, y lleno de alegría llamó a su hermanastro. Este le prestó 25 dólares para que fuera pasándola hasta el gran día. Cogió una habitación en el Shipyard Inn, un sórdido hotel del South Side de Chicago, y acto seguido se fue a jugar al billar. Tenía los dedos ágiles y ganó otro poco de dinero. Las cosas iban tomando otro cariz. Se tragó seis Redbirds (píldoras de barbitúricos) y se fue a dar un paseo por el lago Michigan. Desde que se había levantado no había parado de beber, tal como era su costumbre.

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