Durante su segundo matrimonio Ridgway, 
pese a la gonorrea que había contraído antes, siguió frecuentando a las 
prostitutas. Es en este punto donde sale a relucir el papel clave de las
 conductas aprendidas pues, incoherentemente al igual que su madre, 
Ridgway acompañaba una conducta lasciva (frecuentación de prostitutas) 
con un gran fervor religioso, puesto que en ésta etapa de su vida él se 
volvió un fanático miembro de la Iglesia Pentecostal: lloraba después de
 los sermones en la iglesia, insistía constantemente a su esposa Marcía 
el seguimiento puntual de los preceptos que el pastor pregonaba, leía la
 Biblia en voz alta en casa y en el trabajo y hasta tocaba las puertas 
de extraños para convertirlos a la fe.
Cuenta Marcia que la madre de Ridgway era la típica suegra 
intervencionista, sobreprotectora e idealizadora de su hijo: intentaba 
controlar los gastos y tomar decisiones de qué comprar y qué no, elegía 
la ropa para Gary y la acusaba de no cuidar bien al pequeño Mathew, hijo
 de ella y Gary.
Sexualmente, según reveló Marcia (y las 
otras esposas que tuvo Gary), Ridgway se mostraba como un ser insaciable
 que le pedía sexo varias veces (hasta unas seis) al día y que en 
ciertas ocasiones deseaba tener sexo en lugares públicos (cine, parques,
 etc…).
Al igual que pasó con Claudia, los celos
 de Ridgway terminaron poniendo de su parte en el divorcio. Así, tras 
una cirugía que a fines de los años 70 Marta se hizo por problemas de 
sobrepeso, ella empezó a ponerse delgada y a transformarse en una mujer 
atractiva que captaba las miradas de los hombres y, con esto, hacía 
sentir celos a su inseguro marido, quien cada vez se mostraba más 
conflictivo hasta el punto de que casi la ahorca en una pelea.
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