Leyenda
En
el monte Canigó hay un estanque, en cuyo fondo, según cuenta la
leyenda popular, en los días claros, al atardecer, se ven las ruinas de
un soberbio castillo. También se dice que en las noches de luna, si se
echa en el estanque una piedra, las aguas se arremolinan y se oyen
gritos pavorosos, al tiempo que sale de él una espesa humareda.
El
origen de esta leyenda nos descubre que en un tiempo muy lejano, en el
lugar donde hoy está el estanque, se alzaba una fortaleza que llevaba
el nombre de Castillo de la Selva, por estar rodeado de un soberbio
bosque de abetos, ligados entre sí por madreselvas.
Este
bosque había estado poblado de demonios, que dominaban aquellas
tierras con su poder maléfico, por lo cual la selva que rodeaba el
castillo tenía el nombre de Selva Roja.
En
la cumbre del Canigó habitaban las hadas, llamadas por aquellos
contornos las "buenas mujeres", que se esforzaban en aliviar de la
maléfica influencia de los ocupantes de la Selva Roja a los habitantes
del país.
Los señores del castillo no tenían herederos. Todos sus hijos había muerto al nacer. Hacía ya algunos años que desesperaban de llegar a tener descendencia, cuando tuvieron una niña hermosísima.
Temerosa
la Condesa de que la muerte se la llevara, como a sus hermanos, llamó a
las "buenas mujeres" para que la protegieran y la colmaran con sus
gracias.
Acudieron
ellas y dijeron a la Condesa que la protegerían, a condición de que
les prometiera que, colgada del cuello, pondría a su hija una cruz de
esmeraldas que ellas le entregarían. Mientras la niña llevara aquella
cruz, los demonios no podrían entrar en la Selva Roja y serían ellas
las que reinarían en e país.
Pero
el día en que Edelina, que éste era el nombre que habían impuesto a la
niña, se quitara la cruz del cuello, el poder de las "buenas mujeres"
caería, y los demonios entrarían en el bosque otra vez.
Creció Edelina y llegó a ser la más hermosa don-cella que jamás se hubiera visto en todo el Canigó.
Casó
con un apuesto joven, que murió al poco tiempo en una batalla contra
los moros, dejando viuda a la bella y joven Edelina de la Selva.
Vivía
en el valle un joven músico, llamado Gotardo, que tocaba el violín de
una manera maravillosa. Los señores de los contornos solicitaban
siempre su concurso, cuando daban fiestas o bailes en sus casas. Pero
este artista era, al mismo tiempo, un hombre solitario, por el hecho de
ser giboso y deforme, y porque alejaba de sí, por su gran fealdad, a
todas la mujeres. Era afectuoso y dulce por temperamento. Y, siendo
bueno de condición, no comprendía por qué se apartaban todos de él. No
pensaba que su fealdad pudiera ser un motivo, porque él no apreciaba en
los demás la belleza, sino la bondad.
Una
tarde, estaba sentado a la orilla del bosque cuando se acercó a él un
paje y le dijo que iba en su busca, de parte de Edelina de la Selva.
Había terminado el tiempo de su luto, y al día siguiente pensaba dar
una fiesta para abrir de nuevo sus salones.
Gotardo
prometió ir. El paje le advirtió que se presentara con bellas galas y
muy buen aspecto, y que procurara que su violín sonara mejor que nunca.
Edelina de la Selva pagaba espléndidamente a quien la servía bien,
pero entregaba al verdugo a aquellos de quien quedaba descontenta.
Llegó
la hora de presentarse al Castillo de la Selva, y Gotardo llegó con su
violín bajo el brazo. Empezó la fiesta, y el músico se dio cuenta,
maravilladlo, de que nunca había visto tan ricos salones, tantas
mujeres bellas y ricamente ataviadas, ni tantos y tan apuestos
caballeros como los que ahora pasaban ante sus ojos.
De
pronto, entre toda la gente que había en el salón, vio Gotardo a una
mujer de tan extraordinaria belleza, que ninguna podía comparársele.
Sobresalía, en distinción, en riqueza en el vestir y en apostura, por
encima de todas.
Gotardo quiso saber quién era, y el director de la orquesta le dijo que era la señora de la casa: Edelina de la Selva.
Desde
aquel momento, ya no pudo el músico tañer su violín en paz. Sus ojos
no podían apartarse de Edelina. La seguían por todas partes, espiando
sus menores movimientos. Sus oídos se agudizaban para poder escuchar el
sonido de su voz, la alegría de su risa.
Quería
esmerarse en su arte, para llamar la atención de la dueña de casa;
pero ésta estaba por completo entregada a un joven que bailaba con
ella.
En
aquel momento sintió Gotardo, por primera vez en su vida, toda la
amargura de su fealdad. El joven con quien bailaba Edelina era hermoso y
apuesto. Su elevada figura se destacaba entre todas por su gallardía y
la riqueza de sus vestidos.
También
por primera vez en su vida sintió en su corazón el aguijón de los
celos. Sentía que se había enamorado perdidamente de Edelina, y ésta no
tenía ojos más que para mirar a aquel joven vestido de blanco y azul, los colores preferidos de la señora del Castillo de la Selva, ni más
oídos que para escuchar las palabras de su galán, que Gotardo sentía
resonar en su corazón, elevándose en él como si fueran puñales.
Tan
distraído estaba mirando a Edelina, que no tocaba a tiempo, ni seguía
el compás, y ello de tal manera, que el director de la orquesta lo echó
de la sala.
Apenado
el pobre músico, porque de este modo dejaba de ver a la que ya
adoraba, salió al bosque y anduvo errante por él hasta llegar a su
linde.
De
pronto, notó que se había extraviado. No conocía el lugar en que se
encontraba. La noche había cerrado, y Gotardo comprendió que no sabría
en manera alguna, encontrar el camino de su casa.
En vano escudriñó en la oscuridad para orientarse. No conocía nada de cuanto le rodeaba.
Pensó
que quizá le convendría llamar en su auxilio a Chiridirelles, el
demonio que orientaba a los que se perdían. Pero no estaba muy seguro
de si exigía, a cambio, el alma, y él no se sentía dispuesto a darla.
No había hecho más que pensar en Chiridirelles, cuando éste se presentó ante él.
Gotardo
negó haberle llamado; pero el Maldito alegó que el solo hecho de
pensar en él bastaba. Además, había entrado en sus dominios, al salir
de la selva.
Hablóle
entonces Chiridirelles de Edelina, y Gotardo confesó que estaba
perdidamente enamorado de ella. Preguntóle el diablo qué daría por
conseguirla. Gotardo, que dudaba primero en llamarle, por miedo a que
le exigiera la entrega de su alma, dijo que estaba dispuesto a dársela a
cambio del amor de Edelina.
Chiridirelles
se echó a reír, y dijo que nadie le pedía el alma ni para nada la
quería. No tenía valor ninguno el alma de un pobre diablo como él. Lo
que él quería era otra cosa, a cambio de la cual le daría belleza:
aquella belleza que tanto había envidiado la misma noche en el doncel
que bailaba con la señora del castillo. Le daría todo cuanto quisiera, y
a Edelina además, si cumplía sus instrucciones.
Dudaba
Gotardo de que pudiera conseguir a Edelina, al recordar cómo
miraba al caballero vestido de blanco y azul, y díjole así a
Chiridirelles.
Éste
rió más aún, y le hizo asomar a las aguas de un pequeño lago que había
allí cerca. En ellas, como en un espejo, vio Gotardo al caballero, el
galán de Edelina, que salía del castillo acompañado de otros tres.
Fuéronse a un claro del bosque, y el caballero se batió con otro,
resultando muerto el galán.
Gotardo se horrorizó, de momento; pero en el fondo se alegró de la muerte de aquel hombre que le robaba el amor de Edelina.
Chiridirelles,
entonces, volvió a insistir, preguntándole si estaba dispuesto a
seguir en todo sus instrucciones, para obtener como recompensa el amor
de Edelina. El pobre giboso no pudo ya resistir más la tentación, y
pidió las instrucciones que el diablo tuviera que darle para conseguir a
aquella mujer tan codiciada.
Chiridirelles
le dijo que Edelina llevaba colgada del cuello una cruz de esmeraldas.
Aquella misma noche debía quitarle Gotardo la cruz del cuello y
echarla al fuego. Nada más que eso le pedía.
Gotardo
así lo prometió, y entonces Chiridirelles lo tocó con su varita, y
Gotardo sintió una sensación rarísima por todo su ser. Miró al fondo
del lago y se vio convertido en el joven que acababa de morir en el
duelo.
Preguntó
a Chiridirelles cómo podría llegar hasta Edelina aquella misma noche, y
éste le entregó un anillo de oro con una gruesa esmeralda. Era el
anillo que Edelina había entregado al joven vestido de blanco y azul, y
con el cual le serían abiertas todas las puertas del castillo.
Púsose Gotardo el anillo en el dedo, y, loco de alegría, fue a dar las gracias al diablo; pero éste ya había desaparecido.
Dirigióse
entonces al castillo. Andaba con aire arrogante y, cuando llegó al
puente, enseñó al guarda el anillo de Edelina, y en el acto le abrieron
la puerta.
Llegó
a su gabinete, y ésta, convencida de que era el joven con quien había
bailado toda la noche, le dejó sitio junto a ella en el diván en que se
hallaba descansando.
Mientras
hablaban tiernamente, cogióle de una manera disimulada Gotardo la cruz
de esmeraldas que llevaba pendiente del cuello con una cadena, y la
echó al fuego.
En
el mismo instante, un rayo hendió el castillo, que ardió en llamas.
Gotardo tomó en sus brazos a Edelina, y la leyenda asegura que pudieron
salvarse; pero el palacio fue hundiéndose en la tierra, y en su lugar
brotando el agua hasta cubrirlo. Hoy, como hemos dicho al empezar, en
el lugar donde se alzaba la fortaleza hay un estanque, y en los días
claros cuenta la leyenda que a través de sus aguas se ven las ruinas del
castillo de Edelina de la Selva.
fuente: Leyendas de Europa 2, Barcelona, Ed. Labor bolsillo juvenil.1988
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