miércoles, 23 de diciembre de 2015

Asesinos en Serie (William Cumbajín [II])

William buscaba a sus víctimas entre las indigentes y vendedoras ambulantes de Quito. Estas eran mujeres desvalidas que por lo general padecían problemas de salud física o mental, tenían entre 20 y 30 años (exceptuando dos víctimas), poseían muy escasa higiene, educación nula o casi nula, baja estatura (por ser casi todas de raza aborigen) y, pese a su desconfianza hacia cualquiera que no fuera de su condición social (incluso tratándose de gente del gobierno o de instituciones de caridad), guardaban una potencial ingenuidad hacia aquellos con quienes podían sentirse identificadas en virtud de una compartida miseria material.
Según se ve en las reconstrucciones criminalísticas, este era el tipo de mujeres que le conocían, se fiaban de su falsa amabilidad y sus tentadoras propuestas, y accedían a seguirlo a espacios aislados donde eran violadas, torturadas y asesinadas, en la forma en que más adelante se detallará. A estas mujeres William les hacía conversa, las seducía (a una incluso le dio una flor), les ofrecía mantenerlas económicamente o alguna otra cosa a cambio de que accedan a tener sexo con él en algún lugar apartado.
Con muchas de las víctimas el asesino comió antes de matarlas y, misteriosamente según se supo tras los interrogatorios, el asesino decía que casi todas sus víctimas se llamaban “Blanca” y tenían 27 años. Aquí debe tenerse en cuenta que él fingía estar loco y poseído por espíritus, de modo que lo de “Blanca” de 27 años debía ser parte de sus jugadas de manipulación; pero, como bien señalaron los psiquiatras, en el fondo era un dato importante porque, aunque fuese algo surgido en el marco de la mentira deliberada, indicaba asociaciones inconscientes que señalaban la búsqueda de una víctima arquetipica y simbólica en sus víctimas reales y concretas.
En cuanto al modus operandi del asesino, éste, después de ganarse la confianza de la víctima y hacerle ofrecimientos (seguridad, comida, estabilidad económica) a cambio de favores carnales, se iba a un lugar apartado con la víctima y allí, presa de sus impulsos sádicos y su ansiedad sexual, la agredia, la dominaba, le ataba las piernas a la altura de los tobillos y contra los matorrales, la colocaba en posición ginecológica, la violaba y, usualmente la torturaba y mutilaba (a algunas les extrajo los genitales…) antes de acabar matándola con sus propias manos, con cuerdas, ropa de la víctima o alguna otra cosa que improvisadamente pudiera emplear como elemento para la ejecución.
Era un verdadero sádico, que describió aquellos momentos de crueldad como “algo magnificente e indescriptible”. Y es que, al igual que el inteligente y complejo Harold Shipman, este primitivo asesino de inteligencia mediocre, gozaba también del sentimiento de poder que le inspiraba tener en sus manos la vida de la víctima, por lo que afirmó: “era un placer que no tiene explicación, mi poder, tener en mis manos la víctima”…
Según diagnosticaron los psiquiatras, a nivel interno, durante la consecución de los crímenes el asesino se mostraba primeramente lúcido y consciente, pero con cierto temor, ofuscación, y ansiosa y violenta búsqueda de la satisfacción de la pulsión sexual, cosas estas que después iban cediendo paso a una disminución paulatina de la conciencia, causada por el aumento del arrebato emocional, la excitación y el deseo por dominar, someter, y torturar, pulsiones estas que alcanzaban su cúspide en el momento en que el asesino, extrayendo manualmente los genitales de las víctimas, sentía el latir de la carne y el calor y la humedad de la sangre en sus manos, llegando a experimentar lo que los especialistas denominaron un “paroxismo con sentimientos místicos y de poder sobre la vida”.

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