William buscaba a sus víctimas entre las indigentes y vendedoras
ambulantes de Quito. Estas eran mujeres desvalidas que por lo general
padecían problemas de salud física o mental, tenían entre 20 y 30 años
(exceptuando dos víctimas), poseían muy escasa higiene, educación nula o
casi nula, baja estatura (por ser casi todas de raza aborigen) y, pese a
su desconfianza hacia cualquiera que no fuera de su condición social
(incluso tratándose de gente del gobierno o de instituciones de
caridad), guardaban una potencial ingenuidad hacia aquellos con quienes
podían sentirse identificadas en virtud de una compartida miseria
material.
Según se ve en las reconstrucciones
criminalísticas, este era el tipo de mujeres que le conocían, se fiaban
de su falsa amabilidad y sus tentadoras propuestas, y accedían a
seguirlo a espacios aislados donde eran violadas, torturadas y
asesinadas, en la forma en que más adelante se detallará. A estas
mujeres William les hacía conversa, las seducía (a una incluso le dio
una flor), les ofrecía mantenerlas económicamente o alguna otra cosa a
cambio de que accedan a tener sexo con él en algún lugar apartado.
Con muchas de las víctimas el asesino
comió antes de matarlas y, misteriosamente según se supo tras los
interrogatorios, el asesino decía que casi todas sus víctimas se
llamaban “Blanca” y tenían 27 años. Aquí debe tenerse en cuenta que él
fingía estar loco y poseído por espíritus, de modo que lo de “Blanca” de
27 años debía ser parte de sus jugadas de manipulación; pero, como bien
señalaron los psiquiatras, en el fondo era un dato importante porque,
aunque fuese algo surgido en el marco de la mentira deliberada, indicaba
asociaciones inconscientes que señalaban la búsqueda de una víctima
arquetipica y simbólica en sus víctimas reales y concretas.
En cuanto al modus operandi del asesino,
éste, después de ganarse la confianza de la víctima y hacerle
ofrecimientos (seguridad, comida, estabilidad económica) a cambio de
favores carnales, se iba a un lugar apartado con la víctima y allí,
presa de sus impulsos sádicos y su ansiedad sexual, la agredia, la
dominaba, le ataba las piernas a la altura de los tobillos y contra los
matorrales, la colocaba en posición ginecológica, la violaba y,
usualmente la torturaba y mutilaba (a algunas les extrajo los
genitales…) antes de acabar matándola con sus propias manos, con
cuerdas, ropa de la víctima o alguna otra cosa que improvisadamente
pudiera emplear como elemento para la ejecución.
Era un verdadero sádico, que describió
aquellos momentos de crueldad como “algo magnificente e indescriptible”.
Y es que, al igual que el inteligente y complejo Harold Shipman, este
primitivo asesino de inteligencia mediocre, gozaba también del
sentimiento de poder que le inspiraba tener en sus manos la vida de la
víctima, por lo que afirmó: “era un placer que no tiene explicación, mi
poder, tener en mis manos la víctima”…
Según diagnosticaron los psiquiatras, a
nivel interno, durante la consecución de los crímenes el asesino se
mostraba primeramente lúcido y consciente, pero con cierto temor,
ofuscación, y ansiosa y violenta búsqueda de la satisfacción de la
pulsión sexual, cosas estas que después iban cediendo paso a una
disminución paulatina de la conciencia, causada por el aumento del
arrebato emocional, la excitación y el deseo por dominar, someter, y
torturar, pulsiones estas que alcanzaban su cúspide en el momento en que
el asesino, extrayendo manualmente los genitales de las víctimas,
sentía el latir de la carne y el calor y la humedad de la sangre en sus
manos, llegando a experimentar lo que los especialistas denominaron un
“paroxismo con sentimientos místicos y de poder sobre la vida”.
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