Hace mucho, mucho tiempo, vivía en el pueblo una mujer anciana y
vagabunda, andrajosa a la par que sucia, a la que la gente conocía como
la Tía Miseria. Esta mujer vivía únicamente con las limosnas que los
lugareños le daban y con los frutos de un peral, el único árbol que
existía cercano a la cueva donde residía. La mayoría de las veces podía
subsistir con las limosnas que recogía pero otras veces eran
insuficientes y tenía que alimentarse con las peras del preciado árbol.
La vieja pasaba desapercibida y no se metía con nadie pero eran muchos
los gamberros que se acercaban hasta su cueva para increparla, meterse
con ella y, sobre todo, coger las peras del frutal con las que se
alimentaba la pobre Tía Miseria. Eso importunaba sobremanera a la
vagabunda anciana y la hacía pasar incluso días sin comer.
Una noche de gran tormenta sobre la población de Altea, la Tía Miseria
recibió una visita muy especial. Empapado, calado y chorreando agua un
anciano vagabundo y andrajoso al igual que ella apareció ante su cueva
para pedirle refugio y alimento. La anciana que estaba haciendo un caldo
con alguna de las limosnas que había conseguido en el pueblo accedió
gustosamente a hospedar al vagabundo y le ofreció un plato de alimento.
Tras una noche de charla y compañía ambos quedaron agotados y dormidos
en la cueva.
Al día siguiente el vagabundo anciano confesó a la Tía Miseria que, en
realidad, era San Antonio y que debido al humano acto que tuvo con él la
noche anterior, resguardándolo de la tormenta y dándole cobijo en la
cueva y alimento, le concedería aquello que más quisiera. La anciana le
dijo que no le hacía falta más que lo que tenía pero ante la insistencia
del Santo accedió a realizar la petición y suplicó que todo aquel
que cogiera sus peras quedara pegado al árbol hasta que ella lo dejase
bajar, sirviendo así como escarmiento público y como disuasión de los
ladrones. Así fue como desde ese momento todo aquel que iba a robar las
frutas del peral de la Tía Miseria se quedaba adherido al árbol y no
podía bajar hasta que la andrajosa anciana lo permitía, pagando el
género que iba a robar y recibiendo una azotaina pública por gamberro.
Así pasaron unos años en los que la Tía Miseria vivió plácidamente en su
cueva y no pasó hambré jamás.
Llegada que fue su hora vino a buscarla la Parca. La vetusta anciana,
haciendo gala de la sabiduría aprendida con la vida, le dijo a la Muerte
que subiera al árbol para recoger unas cuantas peras y poderlas llevar
con ella. La moira de la muerte tomando las palabras de la Tía Miseria
como una última voluntad se encaramó al frutal y allí quedó pegada.
Lógicamente la vagabunda no permitió que la Muerte bajase del árbol y de
esta manera comenzó una era en la que ni la anciana ni ningún ciudadano
murió. Ni epidemias ni guerras causaban baja alguna lo que, en vez de
ser noticia de alabanza, rompió el discurrir normal del destino, cosa
que empezó a molestar e iquietar a los más ancianos y sabios de Altea.
Cansados de una vida larga y eterna decidieron armarse e ir a derribar
el peral. Ellos también quedaron pegados al árbol...
El enorme peral plagado de personas pegadas se tambaleaba de un lado a
otro pero no caía. Todos empezaron a implorar a la Tía Miseria que los
dejase bajar y la vieja mujer, muy astuta nuevamente, dijo que los
dejaría bajar con una condición: que la Muerte no fuera a buscarla hasta
que ella la llamara por tres veces. La Muerte accedió y se cobró las
vidas que por naturaleza le correspondían. Ciclo de la vida.
Y la Miseria... siguió anidando en este mundo, oculta en una cueva desconocida y escoltada por un peral eterno.
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