En sus ropas se pudo hallar un pasquín
de pornografía gay, lo que hizo suponer que se trataba de un homosexual.
A pesar de la horrible naturaleza del descubrimiento, para la Policía
no había razón de alarmarse. Total, el movimiento gay en boga en San
Francisco había agitado e irritado a mucha gente que bien pudo haber
liquidado al hombre como una forma de represalia.
El escritor y reportero del crimen,
Kidder, especuló que aquel homicidio pudo haber sido cometido por un par
de hombres que habían salido a la caza de un encuentro sexual y
hallaron un voluntario que por algún dinero accedería a sus peticiones.
Pero luego lo mataron cuando se negaron a pagarle el billete prometido.
Los peritos tomaron algunas impresiones de las huellas de una camioneta
que estuvo en el sitio pero no se le dio la importancia debida al asunto
y el cuerpo no fue estudiado con la minuciosidad requerida. Debía
descartarse algún tipo de asalto sexual, aunque eso si, se determinó que
las heridas de la cabeza habían sido practicadas cuando el hombre ya
había fallecido. Después del rapidísimo examen forense el cadáver fue
entregado a los funerarios. Los detectives concluyeron que pudo haber
sido el resultado de una pelea, un mero suceso al azar.
Sin embargo unos cuantos días después se
halló otro cuerpo en las huertas de durazno de la zona. El 24 de Mayo,
mientras operaban un tractor en un rancho vecino, los trabajadores
tuvieron que parar al encontrar partes de la tierra colapsadas. De nuevo
fue llamada la Policía y encontraron el cuerpo de Charles Fleming, otro
vagabundo del lugar. Esta vez las autoridades actuaron con mayor
cautela y la búsqueda de más cuerpos se intensificó sin encontrar nada,
hasta que un oficial descubrió un pequeño camino entre la vegetación, el
cual los condujo a una enorme tumba colectiva.
A lo largo de la rivera encontraron la tierra sospechosamente revuelta.
Cuando comenzaron a remover el suelo con las palas encontraron las
piezas claves del caso. Unas notas del mercado de la ciudad a nombre de
un tal Juan V. Corona, despachadas hacia pocos días. Al excavar
encontraron otro cadáver, un hombre con las mismas heridas de muerte,
golpes en la cabeza y laceraciones producidas por lo que parecía ser un
machete. El sujeto enterrado era un granjero indigente. Siguieron
apareciendo cuerpos uno tras otro en diferentes grados de
descomposición, de tal modo que se pudo establecer hasta la cronología
de las muertes.
Algunos de ellos difícilmente podían mantenerse completos. Tuvieron que
ser colocados dentro de bolsas de plástico para su posterior
identificación. Indudablemente era esta fosa colectiva el producto de un
solo criminal, puesto que todos los cuerpos presentaban signos de un
mismo ritual de muerte. Una especie de firma, según lo llaman los
especialistas. De vez en cuando ocurren actos violentos en una
comunidad, pero los oficiales a cargo jamás habían presenciado un
entierro colectivo como este. Las victimas aparecían con evidentes
signos de asalto sexual, con los calzones a los tobillos y los genitales
expuestos. La mayoría habían sido trabajadores emigrantes y/o
vagabundos, asesinados con arma punzocortante y golpes a la cabeza.
Algunos habían incluso recibido un tiro. A pesar de la evidencia contra
Juan Corona, el sheriff Roy Whiteaker hizo énfasis en el cuidado que
debían guardar sus subalternos en la recuperación de cuerpos. Las
recetas halladas eran buenas, pero para dar un paso definitivo se debía
encontrar algo más. Entonces el objetivo se fijó en enterarse por
terceros que hubieran conocido a las víctimas y poder ligar
definitivamente al contratista con las muertes.
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