El Almendro de Monda
Se dice que existió en Monda, una joven de tanta belleza, que sus cualidades de cuerpo y alma eran alabadas por igual, pues si blanca era su tez, igualmente intensa era la limpieza de su alma. Practicaba la caridad con los más desfavorecidos, de modo que no había persona que no hallase en ella liberalidad en sus necesidades, consuelo para sus penas y algún remedio para los males del cuerpo; era, en fin, de un angelical atractivo.
La joven vivía felizmente con su familia en una finca de su propiedad situada en el marquesado de Villeta, en la que el padre había heredado una casa suficientemente amplia para dar albergue a todos los miembros de la familia y en la que cultivaban todo tipo de árboles frutales, sin que faltaran los productos propios de la huerta. La hacienda familiar se veía incrementada, además, con la crianza de aves de corral, cerdos para la matanza en las postrimerías del otoño y un pequeño rebaño de cabras y ovejas que daban la suficiente leche para el sustento de la familia y la venta de la demasía. Es notorio que el pueblo llano, siempre dado a poner apodos, llamaba a la joven "La Buena Villeta", en clara alusión al topónimo en que habitaba. Eran tiempos en que Carlos V se hallaba en guerra con el turco, que a la sazón amenazaba las puertas de la imperial ciudad de Viena. Para evitar el desastre, el Emperador había llamado a filas a todos los jóvenes de abolengo que se sintieran defensores de la fe cristina.
Acertó a pasar un día por aquella bendita casa de Villeta un joven, de talle esbelto, tez blanca como la nieve y bizarra figura, que respondía al nombre de Arturo. Apeado ya del blanco corcel que le servía de montura, el galán dijo que su doble condición de creyente y súbdito fiel del rey de todas las España le habían impulsado a formar parte del contingente militar que se había constituido en la muy noble ciudad de Málaga, para la lucha contra el infiel invasor de aquellos territorios que sólo pertenecían al cetro imperial austriaco. Ni el hado más certero de la comarca hubiese sido capaz de vaticinar lo que era imprevisible. Los profundos ojos verdes del joven caballero se hundieron en lo más íntimo de la bellísima doncella. Nació entre ambos un amor tan intenso que parecía no ser de este mundo.
En los dos días escasos que el gallardo mancebo estuvo hospedado en la casa de "La Buena Villeta", había surgido entre los jóvenes tal profunda y hermosa atracción, que se prometieron, el uno al otro, amor eterno.
Pero llegó el temido momento de la separación. Arturo le comunicó a su amada que tenía que abandonar Monda y partir hacía Burgos, donde el César de Europa había convocado a sus huestes. El joven guerrero, con voz trémula por el profundo amor que profesaba a la joven, le juró que, cuando volviera del campo de batalla, celebrarían de inmediato los esponsales.
Dura y cruel fue la separación para los dos amantes, pero ambos eran conscientes del gran peligro que corría la cristiandad y así lo asumieron. Antes del adiós, los jóvenes acudieron ante una Virgen que, de muy antiguo, se hallaba junto a un almendro no muy lejano de la hacienda de la joven, para veneración de los mondeños.
Era la primavera del aquel año y el almendro estaba florecido. Alzó Arturo la mano y tomó una flor de aquel árbol; una flor blanca, nacarada, y, arrancándole un pétalo se lo dio a su amada, diciéndole que con él iba su corazón.
Durante los angustiosos años de la terrible ausencia, "La Buena Villeta" acudía a la Virgen y, con mirada enamorada, tomaba una flor de almendro, la acerca dulcemente para inhalar la suave fragancia y la envolvía tiernamente entre sus manos.
Pasaba el tiempo, y un fatídico día, mientras la enamorada cogía una flor, observó que estaba como teñida de sangre. Una extraña nube veló sus ojos, su tez se tornó blanca y cayó desmayada. ¡Era la sangre de Arturo...!
En efecto, pasados unos días, llegó a aquella tranquila hacienda la desgarradora noticia que sólo un profundo amor era capaz de presentir: ¡Arturo, su amado, había muerto en el sitio de Viena, junto al Danubio!
Se dice que "La Buena Villeta" enfermó del mal de amores, y que su pesar fue tan grande, que dejó de existir no muchos días después. Desde entonces, aquel almendro, testigo único de aquel límpido amor, dio siempre su fruto ensangrentado.
Se dice que existió en Monda, una joven de tanta belleza, que sus cualidades de cuerpo y alma eran alabadas por igual, pues si blanca era su tez, igualmente intensa era la limpieza de su alma. Practicaba la caridad con los más desfavorecidos, de modo que no había persona que no hallase en ella liberalidad en sus necesidades, consuelo para sus penas y algún remedio para los males del cuerpo; era, en fin, de un angelical atractivo.
La joven vivía felizmente con su familia en una finca de su propiedad situada en el marquesado de Villeta, en la que el padre había heredado una casa suficientemente amplia para dar albergue a todos los miembros de la familia y en la que cultivaban todo tipo de árboles frutales, sin que faltaran los productos propios de la huerta. La hacienda familiar se veía incrementada, además, con la crianza de aves de corral, cerdos para la matanza en las postrimerías del otoño y un pequeño rebaño de cabras y ovejas que daban la suficiente leche para el sustento de la familia y la venta de la demasía. Es notorio que el pueblo llano, siempre dado a poner apodos, llamaba a la joven "La Buena Villeta", en clara alusión al topónimo en que habitaba. Eran tiempos en que Carlos V se hallaba en guerra con el turco, que a la sazón amenazaba las puertas de la imperial ciudad de Viena. Para evitar el desastre, el Emperador había llamado a filas a todos los jóvenes de abolengo que se sintieran defensores de la fe cristina.
Acertó a pasar un día por aquella bendita casa de Villeta un joven, de talle esbelto, tez blanca como la nieve y bizarra figura, que respondía al nombre de Arturo. Apeado ya del blanco corcel que le servía de montura, el galán dijo que su doble condición de creyente y súbdito fiel del rey de todas las España le habían impulsado a formar parte del contingente militar que se había constituido en la muy noble ciudad de Málaga, para la lucha contra el infiel invasor de aquellos territorios que sólo pertenecían al cetro imperial austriaco. Ni el hado más certero de la comarca hubiese sido capaz de vaticinar lo que era imprevisible. Los profundos ojos verdes del joven caballero se hundieron en lo más íntimo de la bellísima doncella. Nació entre ambos un amor tan intenso que parecía no ser de este mundo.
En los dos días escasos que el gallardo mancebo estuvo hospedado en la casa de "La Buena Villeta", había surgido entre los jóvenes tal profunda y hermosa atracción, que se prometieron, el uno al otro, amor eterno.
Pero llegó el temido momento de la separación. Arturo le comunicó a su amada que tenía que abandonar Monda y partir hacía Burgos, donde el César de Europa había convocado a sus huestes. El joven guerrero, con voz trémula por el profundo amor que profesaba a la joven, le juró que, cuando volviera del campo de batalla, celebrarían de inmediato los esponsales.
Dura y cruel fue la separación para los dos amantes, pero ambos eran conscientes del gran peligro que corría la cristiandad y así lo asumieron. Antes del adiós, los jóvenes acudieron ante una Virgen que, de muy antiguo, se hallaba junto a un almendro no muy lejano de la hacienda de la joven, para veneración de los mondeños.
Era la primavera del aquel año y el almendro estaba florecido. Alzó Arturo la mano y tomó una flor de aquel árbol; una flor blanca, nacarada, y, arrancándole un pétalo se lo dio a su amada, diciéndole que con él iba su corazón.
Durante los angustiosos años de la terrible ausencia, "La Buena Villeta" acudía a la Virgen y, con mirada enamorada, tomaba una flor de almendro, la acerca dulcemente para inhalar la suave fragancia y la envolvía tiernamente entre sus manos.
Pasaba el tiempo, y un fatídico día, mientras la enamorada cogía una flor, observó que estaba como teñida de sangre. Una extraña nube veló sus ojos, su tez se tornó blanca y cayó desmayada. ¡Era la sangre de Arturo...!
En efecto, pasados unos días, llegó a aquella tranquila hacienda la desgarradora noticia que sólo un profundo amor era capaz de presentir: ¡Arturo, su amado, había muerto en el sitio de Viena, junto al Danubio!
Se dice que "La Buena Villeta" enfermó del mal de amores, y que su pesar fue tan grande, que dejó de existir no muchos días después. Desde entonces, aquel almendro, testigo único de aquel límpido amor, dio siempre su fruto ensangrentado.
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