Cuando el rey de Cazorla atravesó a
galope tendido el ruidoso puente de madera, seguido de media docena
de sus fieles, no había en todo el valle una chimenea que humeara en
medio de la perfecta quietud. Sus vasallos estarían a salvo. El no.
El helado zumbido de un proyectil taladró el aire cristalino que
tienen las mañanas en Cazorla y una emplumada vara atravesó el
cuello del rey y lo derribó sobre los maderos. La punta le salía,
roja, por las vértebras. Un grupo de ballesteros surgió del herbazal
de la ribera apuntando con sus armas al grupo fugitivo. Pareció que
el rey quiso decir algo antes de morir, pero el hierro le había
segado la voz. Se levantaba el sol dándose prisa en hacer su larga
carrera del día de San Juan. Una hormiga empezó a subir por la mano
del cadáver.
Lo cristianos no devastaron el
valle. Se establecieron en él y lo poblaron con sus ávidos colonos
traídos de lejanas tierras. Pronto volvió el humo a las chimeneas y
el laborioso sonido a las norias y a las herrerías y las alegres
canciones a las eras.
En el húmedo subterráneo había
varias estancias unidas por un angosto pasillo y por un silencio
perfecto. Pilares de piedra sostenían el techo de las mayores. El
salitre reinaba sobre el granito de los muros. En algunos había
lápidas con inscripciones paganas. Dentro de un nicho excavado en la
roca un goteo quería remedar a una fuente. Con siglos de paciencia
había labrado un pozuelo en la losa del suelo.
La tinieblas del subterráneo no
toleraban noches ni días. Con un misericordioso candil en la mano
vagaba la princesa por sus breves dominios muriéndose de angustia
cada vez que creía escuchar un ruido.
A la zozobra de las primeras horas
sucedió la resignada paz de la prisionera y luego su desesperación y
su locura cuando comprendió que el mundo se había olvidado de ella.
Las provisiones se acabaron, la lámpara extinguió su luz con un
chisporroteo. Aterida de frío, quizá porque ya llegaba el invierno y
allá fuera el río arrastraba tortas de nieve montañera, la infeliz
se dispuso a morir debajo de las mantas de su oscuro lecho. Durmió,
o creyó dormir, un espacio de tiempo frecuentada por atroces
pesadillas. Cuando despertó sentía, en el hervor de una fiebre, las
piernas heladas y doloridas. Quiso frotarlas con las manos. Le
devolvían un tacto viscoso de piel desconocida y áspera que le
produjo asco y escalofríos. No sentía hambre ni impaciencia. Dormía
y no se movía del lecho. Sin horror ni sorpresa aceptó en su cuerpo
el lento prodigio de mudarse en serpiente hasta la adolescente
redondez de las caderas. Reptaba por sus tinieblas entre silbos a
los pilares que sostenían el techo
Si un niño escucha esta canción, el
monstruo lo devora. Por eso la gente menuda procura irse a la cama y
estar dormida muy temprano.
En una torre del castillo de
Cazorla hay una pesada losa con una argolla de hierro que nadie se
ha atrevido a levantar. Se dice que es la entrada, seguida de
larguísima escalera angosta, que lleva al subterráneo donde el rey
de Cazorla ocultó a su hija. A un postigo del mismo alcázar le
llaman de la Tragantía y a una solitaria cueva que está en el
camino, de Montesino.
fuente: http://www.culturandalucia.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario