Los policías empezaron a buscar a un
personaje itinerante y elaboraron una lista en la que figuraba un hombre
que viajaba frecuentemente por el sudoeste de Ucrania para visitar a su
novia.
Con la policía tras su pista, Onoprienko
puso tierra de por medio en 1989 y abandonó el país ilegalmente para
recorrer Austria, Francia, Grecia y Alemania, en dónde estaría seis
meses arrestado por robo y luego sería expulsado.
De regreso a Ucrania sumó a los nueve
otros 43 asesinatos, y poco después, ante las pruebas encontradas por
los agentes en los apartamentos de su novia y su hermano (una pistola
robada y 122 objetos pertenecientes a las víctimas), hallaron una razón
para arrestarlo. Cuando la policía le pidió los documentos en la puerta
de su casa, Onoprienko no les quiso facilitar la tarea, e hizo un
esfuerzo vano por conseguir un arma y defenderse. Cuando los policías
por fin lo detuvieron, Onoprienko se sentó silenciosamente cruzando los
brazos y les dijo sonriendo: “Yo hablaré con un general, pero no con
ustedes”. Aun así, no le quedó más remedio que confesar sus crímenes y
dejar que aquellos le arrestasen.
En su declaración al juez, aparecerían
otros nueve cadáveres cosechados a partir de 1989 en compañía de un
cómplice, Sergei Rogozin, (quien también comparecería en el juicio).
Anatoli Onoprienko siguió los pasos del
legendario Andrei Chikatilo. Ambos mataron al mismo número de víctimas,
pero son muy diferentes. Chikatilo, ejecutado en 1994, era un maniaco
sexual. Sólo mataba mujeres y niños, cuyos cuerpos violaba y mutilaba. A
veces se comía las vísceras. Nada de esto aparece en el expediente de
Onoprienko, un ladrón que mataba para robar, con inusitada brutalidad y
ligereza, pero sin las escenas del maniaco sexual. Onoprienko supera a
Chikatilo por el corto periodo en que realizó su matanza: seis meses
frente a doce años.
Cuando ejecutaba a sus víctimas, el asesino seguía un mismo ritual:
elegía casas aisladas, mataba a los hombres con un arma de fuego y a las
mujeres y a los niños con un cuchillo, un hacha o un martillo. No
perdonaba a nadie, después de sus asesinatos cortaba los dedos de sus
víctimas para sacarles los anillos, o a veces quemaba las casas. Incluso
mató en su cuna a un bebé de tres meses, asfixiándolo con una almohada.
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