miércoles, 25 de noviembre de 2015

Asesinos en Serie (Caligula [IV])

Llegó así el falsamente luminoso 28 de marzo del año 37, y Calígula entró en Roma, vestido de luto, con un aspecto que transmitía fragilidad, bondad y falso pesar por la muerte del malvado Tiberio. Cientos de teas brillaban, hombres, mujeres, ancianos y niños estaban en las calles para recibir con entusiasmo al hijo del insigne Germánico. Las distinciones de clase se desdibujaban ante el entusiasmo del pueblo, que unido en una sola masa le daba la bienvenida al nuevo emperador, llamándole "astro", "cachorro" y "retoño". Sí, veían en él una esperanza renovada, un potencial salvador que enterraría los días de sangre, miseria y terror que caracterizaron al degenerado Tiberio en su última etapa. Calígula aceptó todos los Poderes del Principado que le confirió el Senado Romano ese día, y Suetonio cuenta que aproximadamente unos 160000 animales fueron sacrificados en honor al emperador, en el interior de distintos templos, durante los primeros tres meses de su naciente y prometedor gobierno.
El filósofo Filón refiere que, durante los primeros siete meses del reinado de Calígula, hubo una felicidad general que no se había experimentado durante mucho tiempo en el Imperio Romano. Se mostró inicialmente como un ser piadoso, generoso y bienintencionado: puso las cenizas de Tiberio en el Mausoleo de Augusto, pese a que muchos lo odiaban y querían que sus despreciables despojos fuesen lanzados al Tíber; decretó una amnistía para exiliados y condenados; desterró a los delincuentes sexuales; rehabilitó a su tío Claudio en la vida política; adoptó como sucesor a Tiberio Gemelo y lo nombró Príncipe de la Juventud; hizo rendir honores a su difunta abuela Antonia; viajó a las islas de Pandataria y Pontia para recuperar los restos de su madre y de su hermano; concedió al pueblo el derecho a votar por magistrados; aumentó las obras de teatro y los combates de gladiadores, a fin de entretener a las masas; donó a cada ciudadano romano trescientos denarios; repartió alimentos y regalos; dio generosas compensaciones económicas a la Guardia Pretoriana y a las tropas urbanas y fronterizas; realizó abundantes banquetes a los cuales invitó a senadores y caballeros; etcétera… Con todas estas cosas, era natural que todas las clases sociales le dieran su beneplácito a Calígula, y que todas las provincias del Imperio Romano le jurasen fidelidad sin problema alguno.
Calígula había hecho todas las bondades antes descritas porque era inteligente y estaba consciente de que no podía sentarse a gobernar "a lo Tiberio sin antes tener afianzadas ciertas cosas". No obstante, es casi seguro que Calígula no tenía en mente convertirse en el monstruo que fue de la noche a la mañana, y que por ende, en el oscuro giro copernicano de su conducta que aconteció después de su enfermedad en octubre del año 37, debió haber algo que escapó de sus planes, algo que realmente lo trastornó y lo hizo actuar de una manera que, aún en su maldad, casi seguramente no habría mostrado (obedeciendo a una racional prudencia) en caso de no enfermar. Sobre la naturaleza de esa enfermedad se han esbozado algunas teorías, pero los planteamientos más confiables indican que sintomáticamente presentó epilepsia, y que a nivel de causas el plomo pudo haber desatado la crisis, ya que Calígula empezó a beber demasiado cuando ascendió al poder; pero, si el plomo estuvo en el origen de su locura, parecería claro que dicho metal se fue acumulando en su cerebro, hasta que cierto día, abruptamente, se desató una crisis epiléptica, que conllevó daños cerebrales irreparables que posteriormente se manifestaron como profundos trastornos conductuales.
 Al caer enfermo Calígula, se cuenta que el pueblo lo quería tanto que se dieron manifestaciones públicas de apoyo; deseaban que Calígula se recupere pronto: no sabían lo que pedían… Bien resume Suetonio aquella metamorfosis cuando dice: "Hasta aquí he narrado su vida como príncipe, ahora narraré lo que aún queda de ella como monstruo".


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