miércoles, 21 de octubre de 2015

Leyendas en la Peninsula Iberica (La Tragantia [I])

Cuando las huestes del arzobispo de Toledo atravesaron angostas los puertos del Muradal con carros, cruces y caballos, ya sabía el atribulado rey de Cazorla que iban a devastar sus posesiones y que sería un despilfarro inútil que aquel minúsculo reino intentara resistir por las armas a la adiestrada violencia de los cristianos. 
Había en el antiguo castillo de Cazorla un mirador alto desde el que se contemplaba el verde valle pespunteado de blancas almunias y un claro río concurrido de norias y molinos. Atravesaba la corriente un sólido puente de madera con clavazón de bronce. Uno de los troncos que componían sus pilares había agarrado en el lecho del río y le verdeaban ramas por primavera. Veía el rey cómo sus gentes diminutas y apesadumbradas atravesaban el puente tirando de carritos en los que habían cargado sus más valiosos enseres. Voces domésticas y palomas volaban cerca del castillo con el viento favorable. En lo alto, coronando de verde y de gris el valle, se veían, como un tapiz, los pinares de la Sierra de Segura

 Bien sabía el desdichado rey de Cazorla la suerte que esperaba a su menguado reino. Como dos años antes hicieran en Quesada, los cristianos entrarían a sangre y fuego y devastarían todo lo que no pudieran rapiñar. Talarían árboles y viñedos, con teas de lino y alquitrán pondrían fuego al pueblo y a las blancas almunias, arrasarían los sembrados, arruinarían las norias, cegarían los pozos y las acequias, aportillarían las cercas y dejarían tras de sus caballos un rastro de ruina y desolación cuando regresaran a sus tierras cargados de despojos y arrastrando atónitas cuerdas de cautivos

El rey de Cazorla había tomado las medidas que cumplen a un buen gobernante preocupado por el bien de su pueblo: permitió el éxodo de sus súbditos hacia tierras más seguras de las que podrían regresar cuando el peligro hubiese pasado. Por el empedrado camino de Baza, que atravesaba los puertos de Tíscar, se despobló el reino de Cazorla. El propio rey había puesto a salvo su trigo y sus caballos días antes. Ahora se demoraba en el castillo solitario y recorría sus devastadas estancias silenciosas, cerrando puertas y alacenas y asomándose a todas las ventanas. Sin tapices las paredes parecían más grandes y eran iguales como en un sueño.
 
Los hombres de la escolta transmitían su impaciencia a los caballos en el patio. Iban recelosos de que las avanzadas de los cristianos alcanzasen el valle antes de que ellos hubiesen tenido tiempo de ponerse a salvo. Ignoraban que el desdichado rey tenía un motivo para retrasar la salida. Había decidido que su hija permaneciera en el castillo, oculta en unas secretas habitaciones subterráneas cuya antigua existencia sólo él conocía. Aunque la dejaba bien provista de alimentos y lucernas de aceite y todas las otras cosas necesarias para no sentir incomodidad alguna en los pocos días que duraría su reclusión, el atribulado anciano no acababa de resinarse a partir.


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