
Criado por una madre terrible, que no
vacilaba en encerrarlo en el sótano de su casa, Edmund Kemper se vuelve
muy tímido y se aísla más y más. Sueña con vengarse e imagina juegos
mórbidos en los cuales tienen un papel esencial la muerte y la
mutilación.
Una de sus grandes y enfermizas
fantasías infantiles era la de poder convertir a las personas en muñecos
(cosa que, en cierta forma, haría al crecer…), fantasía que estaba
ligada a esa tendencia de unir sexo y muerte, tendencia que siempre
manifestó como, por ejemplo, en aquella ocasión en que él y su hermana
menor Susan hablaban sobre el secreto amor de Kemper por su profesora de
escuela primaria. Su hermana, ligeramente sorprendida al escuchar algo
que en realidad era más o menos común, le preguntó al pequeño Kemper que
por qué no se atrevía a besar a su maestra. La respuesta la dejó
atónita: "No puedo. Tendría que matarla primero". Años después, Kemper
contaría que en cierta noche tomó una bayoneta de su padrastro y
se quedó parado mirando a la casa de su maestra; según dijo, "imaginando
que la mataba y me la llevaba para hacer el amor con ella".
Su primera víctima fue el gato de la
familia. Le entierra vivo y le corta la cabeza, la cual lleva orgulloso a
casa, donde la exhibe en su cuarto como un trofeo.
Es incapaz de expresar cualquier
sentimiento de afecto y sus compañeros evitan su presencia, pues les
asusta la manera en la que Kemper les mira fijamente, sin pronunciar
palabra. A los 13 años mata a su segunda víctima
de sus experimentos, otro gato. Mata al animal a machetazos y su madre
descubre los restos del animal ocultos en el armario. Le había cortado el cráneo para exponer el cerebro y luego lo apuñaló innumerables veces
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